La presencia de veintiún miembros del clero completa la fisonomía de las Comunidades que obtenemos del Perdón de 1521.
En primer lugar aparecía Acuña, el fogoso obispo de Zamora, a quien el embajador de Roma comparó, sin fundamento, con Lutero. Don Antonio de Acuña, hijo de Luis Osorio de Acuña, que fuera obispo de Segovia y luego de Burgos, nació en Valladolid y comenzó su carrera eclesiástica como archidiácono de Valpuesta. A la muerte de la reina Isabel pasó a nutrir las filas de los partidarios de Felipe el Hermoso, que le encargó una misión diplomática en Italia. Muerto Felipe el Hermoso, Acuña, que había obtenido del papa Julio II el obispado de Zamora, chocó con la oposición del rey de Aragón. Pese a ello, y a la intervención del juez Ronquillo —su viejo enemigo que más tarde le haría ejecutar en Simancas—, Acuña tomó posesión de su diócesis. En aquel momento se produjo, al parecer, la reconciliación con Fernando de Aragón, que utilizó sus servicios como emisario en Verán, tras la invasión española en Navarra. Al advenimiento de Carlos deseaba entrar de nuevo en el cuerpo diplomático; este extremo queda confirmado por una carta autógrafa en la que solicitaba a Fiebres el puesto de embajador en Roma. Sin embargo, en la Corte prefirieron para tal función a don Juan Manuel. ¿Fue, pues, la decepción lo que le impulsó a participar en la insurrección a partir de agosto de 1520? ¿Debemos incluirle entre los resentidos? Así lo da a entender una carta al obispo de Oviedo, escrita en septiembre de 1521, desde su prisión. Los auténticos motivos de Acuña son, sin embargo, un misterio. Resulta excesivamente simplista explicar su compromiso político, como lo hace Guevara, por el solo motivo de su ambición personal. Durante su campaña en Tierra de Campos desempeñó con excesiva devoción su papel de campeón de la Comunidad como para que pueda considerársele un simple caudillo militar. Prisionero de su personaje, Acuña es considerado el último representante de los prelados belicosos, pastores de almas y guerreros a un tiempo, en realidad más guerreros que pastores. Es la historia oficial la que así le describe. De haber salido victorioso, ¿tendríamos de Acuña esta imagen convencional? Probablemente, no. Después de todo, ¿no había mandado el mismo Cisneros un ejército al pie de las murallas de Orán?…
Además de Acuña, el clero secular se hallaba representado en el Perdón por don Alonso Enríquez, prior de Valladolid; Pero González de Calderas, abad de Toro; don Alonso Fernández del Rincón, abad de Medina del Campo; dos archidiáconos: Gil Rodríguez Juntero (Lorca) y don Francisco Zapata (Madrid); el maestrescuela de Valladolid, don Juan de Collados, y seis canónigos: don Francisco Álvarez Zapata, maestrescuela, y Rodrigo de Acebedo (Toledo); Juan de Benavente (León); don Pedro de Fuentes (Palencia); don Juan Pereira (Salamanca) y Alonso de Pliego (Ávila).
Las órdenes religiosas también aportaron un pequeño contingente a la rebelión en la persona de un tal Mínimo, no identificado, cuyos sermones inflamaban a las multitudes en Salamanca1; dos franciscanos: fray Juan de Bilbao, guardián de Salamanca, y uno de los redactores de la carta de los frailes de Salamanca en febrero de 1520 y, por tanto, uno de los teóricos e iniciadores del movimiento, y fray Francisco de Santana; cuatro dominicos: fray Antonio de Villegas, fray Alonso de Medina, «hombre muy docto y de muy vivo ingenio», según Las Casas, y teórico, asimismo, de la revolución; fray Alonso de Bustillo, titular de una cátedra de Teología en la Universidad de Valladolid, y el misterioso fray Pablo de León.
Durante mucho tiempo se le ha considerado el apóstol de Asturias, el autor de la Guía del Cielo, tratado de teología moral publicado a mediados del siglo XVI; recientemente, el padre Beltrán de Heredia lo ha puesto en duda. Según revelan sus investigaciones, habrían existido dos frailes dominicos del mismo nombre: fray Pablo de León el comunero, nacido entre 1470 y 1475, que habría tomado los hábitos en Salamanca el 14 de enero de 1491, y otro fray Pablo de León, de más edad, nacido diez años antes, prior de Toro, fundador del convento de Oviedo y autor —éste sí— de la Guía del Cielo. Hemos de confesar que estas precisiones, en lugar de disipar nuestras dudas, no han hecho más que aumentarlas. Ya no sabemos cuál de ellos es el comunero, si es que realmente existió… Último representante del clero regular en el Perdón, el canónigo de San Agustín fray Bernaldino de Flores resulta también un tanto pintoresco. Le encontraremos, diez años más tarde, enzarzado en una lucha muy diferente. Fue él quien denunció a Vergara a la Inquisición, y Vergara calificó de idiota a nuestro monje. Idiota, borracho, jugador, sin hacer mención de otros vicios que la decencia le obliga a silenciar. Siempre según Vergara, Flores se jactaba, al parecer, de haber incitado a los comuneros toledanos a asaltar un castillo al comentarles esta frase del Evangelio: ite in castellum quod contra vos est. Ignoramos si la anécdota es cierta o no5, pero lo que es indudable es que Flores era considerado como un propagandista peligroso. Al regreso de una misión en Palencia, fue hecho prisionero por las tropas realistas. Los comuneros pretendieron canjearlo por un prisionero importante, don Martín de Acuña, pero el cardenal Adriano se negó rotundamente: “Haría más daño y guerra que las mejores cien lanzas que tienen los contrarios”.
Tomado de La Revolución de las Comunidades de Castilla, de Joseph Pérez.