Este documento tiene gran importancia por cuanto que anticipa algunos de los problemas de la Corona de Castilla acontecidos tras la llegada del rey Carlos y su corte flamenca y que poco después estarán presentes en el origen del levantamiento de las Comunidades.
Joseph Pérez se refiere a él en su obra
La revolución de las Comunidades de Castilla , fragmento que transcribimos íntegramente:
En Salamanca, un grupo de franciscanos, agustinos y dominicos, a quienes se solicitó su parecer en la preparación de las Cortes, colaboraron estrechamente con los regidores. Con la influencia directa de estos religiosos se elaboró un programa concreto de reivindicaciones. Este programa, adoptado en su conjunto por la ciudad de Salamanca y comunicado a todas las ciudades interesadas, se convirtió en una verdadera carta de la oposición a las Cortes y, breves semanas después, de la revolución de las Comunidades.
Ante todo —afirmaban los monjes— es necesario confiar a los procuradores instrucciones muy precisas y no inconcretas, como sería el deseo de la Corte:
«Enbien poder limitado».
Antes de votar el servicio, los procuradores exigirán al rey concesiones, y si no las obtienen, no votarán el servicio. ¿Cuáles eran tales reivindicaciones? En primer lugar los procuradores presentarían una petición de aplazamiento de seis meses, aplazamiento justificado por la importancia de los asuntos a discutir, que exigían una seria reflexión:
«Por ser el negocio que en Cortes se ha de tratar tan arduo, tan nuevo y tan peligroso, requiere mucha deliberación; se dilaten las Cortes por medio año y que se tengan en tierra llana».
A continuación seguían una serie de reivindicaciones ya clásicas, como la prohibición de sacar dinero del país, la exigencia de reservar los oficios y beneficios a los castellanos y algunas otras que expresaban una inquietud nueva, por ejemplo, sobre la explotación de las riquezas de las Indias:
«Que no se quite la contratación de las Yndias, yslas e tierra firme de Sevilla ni se pase a Flandes; que los oficios de las dichas yslas que no se den a extranjeros».
A esto seguía una declaración categórica; el rechazo del impuesto:
«Que no se consienta en servicio ni en repartimiento quel rey pida al reyno».
Ciertamente, era imposible impedir la partida del rey, pero se le podía pedir que retrasase su viaje hasta haber contraído matrimonio y hasta que la sucesión del reino estuviese asegurada. De lo contrario debía exigirse el regreso del infante Fernando a España:
«En caso que no puedan ynpedir su partida, requieran al rey nuestro señor, con el devido acatamiento, que se case y después que nos dexare subcesión se vaya y sy esto no oviere lugar, pidan e requieran buelba el ynfante».
Si el rey se negaba a tomar en consideración todas estas peticiones se le dirigiría una advertencia solemne previniéndole que las Comunidades (es decir, según el contexto, las ciudades y colectividades del reino) tomarían entonces todas sus responsabilidades, fórmula vaga pero a la que los acontecimientos posteriores iban a dar un sentido muy preciso; estas Comunidades —se añadía— no rendirían cuentas a los cortesanos sino únicamente a la nación (el reyno):
«Sy esto no oviere lugar, le hagan un requerimiento con tres o quatro escrívanos que si algo se hiziere conplidero al bien destos reynos de que su alteza, a parecer de los que le aconsejan la partida, no se tenga por servido, que las Comunidades destos reynos no caigan por ello en mal caso, que más obligadas son al bien destos reynos en que biben que no a lo que pareciere a los que le aconsejan la partida y más es su servicio estar en ellos a governarlos por su presencia que no absentarse».
Las Comunidades tomarían sobre sí, también, la responsabilidad de velar por la independencia nacional; el reino se negaría a contribuir a sufragar los gastos que el rey pudiera hacer en otros territorios, ya que Castilla no era una colonia. Los monjes de Salamanca se adelantaban, así, a dar una respuesta al discurso que algunas semanas más tarde pronunciaría el obispo Mota ante las Cortes para exponer las líneas maestras de la política imperial:
«En caso que no aproveche nada este requerimiento, pedir al rey nuestro señor tenga por bien se hagan arcas de thesoro en las Comunidades en que se guarden las rentas destos reynos para defendellos e acrescentarlos e desenpeñarlos, que no es razón Su Cesárea Magestad gaste las rentas destos reynos en las de los otros señoríos que tiene, pues cada qual dellos es bastante para si, y éste no es obligado a ninguno de los otros ni subjeto ni conquistado ni defendido de gentes estrañas».
En ausencia del rey, el Gobierno debería disponer de poderes muy amplios. Había que evitar que se reprodujera la penosa situación del período de regencia de Cisneros, cuando todas las decisiones se tomaban en el extranjero:
«En caso, lo que Dios no quiera, questos reynos ayan de quedar en governadores (…), que se probea de governadores conforme a las leyes destos reynos e que les quede poder muy bastantísymo, tal que puedan proveer de los oficios, tenencias, dignidades e encomiendas, porque de otra manera serán muy vexados en enbiar por la provisión a Flandes o a Alemania».
Finalmente, se hacían otras críticas más tradicionales, pero dirigidas en un tono muy duro, contra los abusos de los comerciantes de indulgencias (echacuervos) y contra el modo en que el producto de las bulas era utilizado para fines distintos del establecido.
Tal era el programa que Salamanca encargó a sus procuradores que defendieran en las Cortes. Desde luego, la ciudad iba a soportar fuertes presiones para que renunciara a presentar tales reivindicaciones, pero todo el mundo en la ciudad, los regidores, el clero y la población, estaba dispuesto a resistir a cualquier tipo de amenazas:
«Están muy determinados todos los regidores, pueblo e clerecía, de estar en esto hasta que les echen los muros acuesta. No verná tanto mal, por servicio de Dios».
Como conclusión, el clero de Salamanca invitaba a las demás ciudades a adoptar este programa y a no dejarse intimidar por los corregidores, que obedecían las órdenes del rey, aunque personalmente pudieran tener otras opiniones distintas que las que se les obligaba a imponer:
«No curen en esto de la[s] justicia[s] que hazen lo quel rey les manda por temor servil y no porque les parezca ser conveniente».
Existía incluso un cierto interés por ver a los corregidores oponerse al programa de Salamanca. Los procuradores designados se mostrarían en tal caso aún más decididos a resistir a las presiones de la Corte:
«Será muy más fructuoso sy es contradicho por la justicia porque más parecerá la voluntad de los que acá quedan, syendo contradicho, que de otra manera, y los procuradores ternán más cabsa de resystir y ternán alexados muchos ynconvenientes y peligros».
Tal fue la carta que el clero de Salamanca difundió por todo el reino con ayuda de los conventos y que, junto con los sermones que todos pronunciaban desde el púlpito, influyó notablemente en los regidores, llevándoles en ocasiones a modificar su postura.